martes, 22 de agosto de 2023

EL SANTERO DE TEPITO

 


Oscurecía rápidamente bajo aquel cielo nublado de incienso y tabaco que salían de los techos de “Tepito”: el barrio más peligroso de ciudad de México, y el más concurrido por aquellas personas que solicitaban ayuda en el mundo de la santería. Una camioneta Ford del año 2000  color blanco que pasaba cuidadosamente por una de sus calles huecas y agrietadas, se estacionó al frente de una casa que parecía abandonada: Las pinturas de las paredes a penas se notaba por el desgaste del tiempo y hacían juego con las ventanas improvisadas de pedazos de madera y zinc.

    Después de varios minutos, dos mujeres muy hermosas y de apariencia adinerada, se bajaron de la camioneta y se dirigieron al lugar. María, la dueña de la camioneta, cargaba una caja de cartón con orificios a los costados. Las dos andaban nerviosas porque sabían lo peligroso que era aquel barrio. Al llegar al lugar, María tocó la puerta.

— ¿Quién es? —respondió un hombre con tono fuerte poco amigable. Su voz era ronca y grave como salida de ultratumba.

— ¡Buenas noches! Yo soy María ¿Se encuentra el señor Jacinto?

    Jacinto era el santero más popular de Tepito. Muchas familias allí practicaban la santería, el espiritismo, la palería,  pero él, era el más solicitado por sus trabajos.

— ¿Para qué lo busca? —dijo con tono malhumorado y desconfiado.

—Nosotros hablamos antier por teléfono y acordamos vernos hoy aquí a esta hora.

    Pocos segundos después  salió un hombre de mal aspecto: Estaba sin camisa,  sus costillas casi se salían de su delgada y maltratada piel oscura. Su cara cadavérica escondía en aquellos hoyos profundos, la mirada malévola de una criatura salida de un cuento de terror. Llevaba puesto un pantalón caqui de color marrón que le bailaba a la cintura.  Y tenía colgado en su escuálido cuello, un collar con cuentas blancas y rojas.

    El hombre abrió la puerta y observó por unos segundos aquellas hermosas y configuradas mujeres que aparentaban unos cuarenta y tantos años: María llevaba puesto un pantalón blue jean muy ajustado a su cadera y una blusa roja que combinaba con el color de sus voluptuosos labios. Su cabello negro y lacio le llegaba casi a la cintura y hacía un hermoso contraste con su piel bronceada.  Su amiga Lucy llevaba un licra negro y una blusa rosada escotada que mostraba muy bien su perfecta y provocativa figura; Era una morena clara con sus facciones muy finas. Sus cabellos eran rizados y estaban pintados de un rojo escandaloso con reflejos azules que evidenciaba lo extrovertido de aquella agraciada mujer.

    Luego de escanearla con su mirada indiscreta, les dijo que pasaran, cerró la puerta y caminó hacia al fondo de la casa. Ellas se quedaron en la sala observando con recelo lo tenebroso que lucía el lugar: el bombillo de la sala era rojo y su luz opaca mostraba discretamente aquel escenario escalofriante: ratas y cucarachas que paseaban de un lugar a otro.  El techo y las esquinas de las paredes cubiertas de viejas telarañas. El piso de cemento completamente corroído y, para completar, una mezcla de olores entre tabaco y aguas estancadas que les dificultaba respirar.

    El hombre siguió caminando, luego volteó hacia atrás y les hizo señas a las chicas para que lo siguieran. Al llegar al fondo de la casa, él entró a un cuarto pequeño que estaba al final. María y Lucy se quedaron paradas al lado de una mata de mango que estaba en el medio del  patio, tratando de respirar aire fresco. Luego de unos minutos, el hombre salió con un saco viejo que contenía algunas cosas y lo colocó en una mesa de madera que estaba cerca del cuarto. María se sentía cansada y, al ver que aquel hombre maleducado no las invitabas a sentase, le dijo de manera sarcástica:

— Disculpe amigo, ¿nos podemos sentar? Es que estamos cansadas, sobre todo yo, que cargo esta caja y ya la siento muy pesada.

— Si, —respondió él sin darle importancia. Luego preguntó tajantemente—: ¿Trajiste el gallo?

— ¡Disculpe!  Pero, aún no me ha dicho si se encuentra el señor Jacinto — expresó  María con carácter.

—Yo soy Jacinto —respondió muy rezongón, y de manera tajante volvió a preguntar—: ¿Trajiste el gallo?

—Sí, está metido aquí en esta caja —contestó un poco subida de tono y se la entregó.

    Jacinto agarró la caja,  la abrió y sacó al pobre animal que lucía bastante intranquilo y sofocado. Lo tomó entre sus brazos y, mientras lo acariciaba para calmarlo, dirigió la vista hacia Lucy, preguntándole sin rodeo:

— ¿Y tú, a qué viniste?

— Yo…  —dijo Lucy fuera de base y repuso bastante incómoda—: Nada… solo vine acompañarla a ella.

— Tienes que esperar en sala —dictaminó el Santero mirándola fijamente a los ojos, y  agregó—: Necesito estar solo con ella.

— Ok, gracias, mejor espero dentro de la camioneta, antes que me coman las ratas y las cucarachas —dijo Lucy apretando los dientes en su retirada.

— ¿Qué es lo que quieres? —preguntó Jacinto  a María.

— Bueno…  lo que le expliqué por teléfono —respondió María.

— Dime, no me acuerdo —expresó, sin interés mientras acariciaba al gallo.

— Yo quiero que la amante de mi marido muera junto a su hijo en un accidente —declaró ella, directa y furiosa.

— Dime los nombres y apellidos de los dos —dijo Jacinto muy relajado, acostumbrados a estas peticiones.

— Ella se llama Gloria Margarita Pérez Monteverde, y su hijo, Manuel Alejandro Durán Pérez.

    Jacinto dejó de acariciar el gallo y le preguntó la dirección de la amante del marido. Ella le dijo dónde vivía y él se quedó callado por unos segundos. Luego se levantó y le dijo a María que agarrara el gallo.  Se dirigió a la mesa donde estaba el saco, lo desató y empezó a sacar su contenido: un plato blanco de loza que seguidamente limpió y colocó en el piso. Luego, una piedra pequeña de forma ovalada que  lavó y colocó en el centro del plato. Después, una maraca hecha de la fruta de la tapara, una botella que contenía ron de caña y,  por último un cuchillo. Luego se acercó a María y, sin decir nada, le arrebató el gallo de sus manos. Caminó hasta un grifo cercano a la mata de mango; allí le lavó el pico, las patas y las alas. Acto seguido: lo inmovilizó, tomándolo por las patas con su mano izquierda y, con la derecha, lo sujetó  por el dorso presionando las alas.

—Acércate —ordenó el santero a María mirándola fijamente a los ojos— A continuación,  tocó algunas zonas de su cuerpo con la cabeza del gallo, acompañado con una oración en el lenguaje Yoruba. Luego, la puso a girar lentamente y, mientras le recorría el cuerpo con el gallo, entonaba una canción en el mismo lenguaje. María se sentía nerviosa e incómoda con todo aquello, pero estaba decidida hacer cualquier cosa con tal de lograr su macabra petición.

»Jacinto tomó el cuchillo que había puesto sobre la mesa, se agachó, le hizo un pequeño corte en el pescuezo y dejo caer la sangre en la piedra que estaba en el plato. Luego se dispuso nuevamente a orar y le ordenó a María que sonara la maraca mientras  hacía sus peticiones a Changó. Ella empezó a pedirle al santo en voz baja mientras visualizaba la muerte de la amante de su marido junto a su hijo. Acto seguido, Jacinto le cortó la cabeza al pobre animal y le dijo a María que le arrancara las plumas del pecho, las sostuviera con ambas manos, las dejara caer en el plato e hiciera tres fuertes palmadas. Ya para finalizar el ritual, Jacinto le dijo a María que tomara un buche de ron de la botella que estaba en la mesa y lo soplara fuertemente en el plato.

— Eso es todo —dijo el santero viendo fijamente a los ojos de María y añadió—: Del resto se encarga Changó.

    María le dio las gracias, le pagó por su servicio y se largó. Ya de regreso en la camioneta con su amiga Lucy  le iba contando con detalles, todo lo del ritual. Después de dejarla a su casa se marchó a la suya.

    Más tarde esa noche, a las 3:00 am, mientras María dormía, un gallo comenzó a cantar en el fondo de su casa. Ella despertó confundida y por un momento pensó que era un sueño, pero el animal volvió a cantar. María se levantó disparada de la cama, prendió la luz del cuarto, y fue a la cocina para observar por una ventanilla que comunicaba con el patio trasero. Encendió las luces de afuera, miró por algunos minutos y solo alcanzó a ver un gato que estaba trepando una mata de guayaba que estaba al final. « ¡Creo que me estoy volviendo loca!», pensaba, «Mejor me voy a dormir». Cuando regresaba a su cuarto el gallo volvió a cantar, pero esta vez más fuerte y, en ese preciso momento, se fue la luz. María se quedó paralizada  y un mal presentimiento se apoderó de ella. De repente, sintió un olor fuerte a podrido. María estaba aterrada, no sabía qué hacer. Luego, algo se aferró en sus cabellos, desgarrando su cuero cabelludo. Ella gritó desesperada, como pudo, se liberó de aquella cosa y corrió hacia su cuarto.  Empezó a trastear por la  habitación, buscando la cabecera de la cama, tratando de encontrar su teléfono celular. Prendió la linterna, y corrió hacia la mesita de noche que se encontraba en un rincón del cuarto; tomo dos manojos de llaves y salió disparada hacia la puerta. Sujetó el celular con la boca y apuntó la luz de la lámpara hacia la cerradura y, cuando se disponía a introducir la llave, algo pegó fuertemente contra la puerta y cayó en uno de sus pies. Rápidamente, ella dirigió la luz al piso y vio la cabeza del gallo moviendo los ojos y el pico. Ella reaccionó con un fuerte grito, de manera que el teléfono fue a parar al piso y del golpe se apagó, quedando la casa completamente a oscuras. María,  presa del pánico se agachó tratando de encontrar el teléfono. El animal aleteaba sus alas violentamente y lanzaba aquellos cantos tétricos y ensordecedores. María, en su desesperado busqueda trataba de encontrar su móvil, hasta que por fin dio con el: logró encenderlo e inmediatamente dirigió la luz de la pantalla hacia cerradura, consiguió meter la llave y, cuando iba abrir  la puerta para salir, el gallo se montó por su espalda desgarrando su piel. La mujer lanzó un grito aterrador  dando vueltas como una loca, tratando de quitarse aquel endemoniado animal, cuando finalmente pudo liberarse, abrió la puerta y corrió hacia su camioneta, apretó el botón del control del vehículo, abrió la puerta,  la encendió y se marchó.

»Ya en la vía cuando se sentía un poco a salvo,  tomó su celular para llamar a Lucy:

— ¡Aló!, Lucy voy camino a tú casa —expresó llena de pánico.

— ¿Qué tienes María? —dijo Lucy muy preocupada.

— Amiga, acabo de ver al gallo que le llevé al santero. Estaba cantando en el fondo de mi casa —dijo toda desesperada, y añadió—: Creo que me estoy volviendo loca.

— Tranquila, amiga, hablamos aquí; recuerda que estás manejando y te escucho muy nerviosa.

    Pasó más de media hora y Lucy, al ver que no llegaba, decidió llamarla, pero, el celular repicaba y María no respondía. Una hora después llamaron a su celular. Ella rápidamente contestó pensando que podría ser su amiga.

— ¡Aló! —respondió angustiada.

— Hola Lucy. Soy yo, Érica —dijo sollozando.

    Lucy se puso más nerviosa porque sentía que algo malo le había pasado a María. Érica era una amiga que tenían en común y trabajaba de enfermera en un hospital de la ciudad.

— Hola Érica —respondió inquieta.

— Amiga, te tengo una mala noticia —sollozó por unos segundos. — ¡Habla, Érica! Me tienes muy nerviosa.

— María tuvo un accidente y…

— ¿Y qué? ¡Habla, por favor!— expresó muy perturbada, caminando hacia la sala, dando vueltas como una loca.

— María murió —dijo Érica llorando. — Lo siento mucho, amiga.

    Lucy, al escuchar la noticia se derrumbó y, entre el dolor, el miedo, la angustia y el remordimiento; su mente deducía que todo aquello era un castigo y que, de alguna manera, ella era culpable por haberle aconsejado ir a ese lugar.

— Amiga, ¿Estás ahí? —preguntó Érica al notar cierto silencio.

— Sí, estoy aquí. — dijo llorando y añadió—: No puedo creer que esto esté pasando.

— Si amiga y desgraciadamente esto no termina aquí —advirtió Érica  y prosiguió—: Lo espantoso del accidente es que fue encontrada sin cabeza y que el  carro involucrado en el choque, fue el de su hijo Luis. Él también  murió en el impacto.

— ¡Por Dios! ¡Esto es una pesadilla! —gritó desesperada y, lanzando el celular en un mueble de la sala se encerró a llorar en su cuarto a llorar, llena pánico. Su mente se pasó el resto de la madrugada hundida en un mundo de terror y remordimiento.

    Tres meses después de aquel fatal accidente, se conmemoraba el día de los muertos. Lucy se dirigió al cementerio a ponerle flores a la tumba donde estaban sepultados María y su hijo. Una hora después, una mujer se acercó a una de las tumbas que se encontraba a pocos metros de donde estaba ella. Rápidamente se dio cuenta que era Gloria, la amante del marido de María. En ese momento pasaron unas personas saludando a Gloria y uno de ellos le preguntó quién era el difunto o la difunta a quien visitaba ella y le respondió que era su padre.

    Lucy, desde la tumba de su amiga, escuchaba claramente la conversación, pero algo le inquietaba. Una hora después, Gloria se retiró y Lucy aprovechó para acercarse a la tumba. Al llegar al sitio quedó paralizada cuando vio el nombre en la lápida: Jacinto Pérez Aguilar “El Santero de Tepito”


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